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Aquel agricultor, como otros muchos, era un artista

A todos los músicos y artistas que llevan dentro la vega de Granada y trabajan por ella, por un mundo nuevo.

Aquel agricultor tenía la tierra como un lienzo, la azadilla, azadón o almocafre como pinceles y los cultivos como colores vivos que distribuía sabia y armónicamente por el espacio. Con todo ello creaba un cuadro vivo, cambiante, para ser disfrutado por los cinco sentidos. Daba igual que pusiera un cultivo nuevo, que hiciera otro surco más allá, que fuera invierno o verano. Aquel huerto siempre ejercía sobre mí un gran poder de atracción. En muchas ocasiones, cuando estaba ensimismado, me acordaba del paraíso que me pintaban en Loja los curas allá por principios de los sesenta del pasado siglo, cuando yo, además de niño, era monaguillo. ¿Sería éste, aquel paraíso de mi mente infantil? Si no era se le parecía mucho.

Paco Cáceres
veguitadegrana@gmail.com

Este texto no lleva foto alguna, cuando leáis el texto entenderéis las razones.

Tuvieron que pasar varios años para que me decidiera a escribir sobre aquel huerto. Es posible que mi recuerdo esté idealizado, pero qué no lo está; la niñez, la amistad, el amor, los tiempos pasados...

Lo descubrí recién llegado a Gabia un día de primavera que tomé el camino de Machuchón para adentrarme en la vega del río Dílar. Un huerto bifurcaba el camino dividiéndolo en la colada del Llano Llevas, que desemboca en el puente de Tablas, y el camino del Molinillo en el Pago del Martes, que pasando la acequia Arabuleila te adentra en los campos de Cúllar Vega y Ambroz. La haza podría tener unos cuatro marjales y estaba rodeada de árboles frutales, algún seto, distintas plantas de jardín y un secadero que se integraba a la perfección en el conjunto. A lo largo del terreno crecía una gran variedad de hortalizas y verduras junto a otros árboles de distinto tipo. Al pasar junto a este huerto me atrajo tanto que me quedé un largo rato observándolo. Era la tarde, yo había tomado la colada del Llano Llevas, que está al este del huerto, y el sol daba por la otra parte de la finca. Delante de mí, juegos de sombras y luces, gran variedad de colores y tonalidades, diferentes alturas y volúmenes, árboles que alargaban algunos ramajes hacia el suelo, olores de frutales en flor y, por si era poco, el ramal del Toro de la acequia de Las Gabias pasaba junto a la valla mezclando el sonido del agua con el de los pájaros que allí canturreaban. Era un conjunto de elementos que encajaban a la perfección dibujando una estampa para la contemplación y el disfrute. Desde entonces, aquel lugar formó parte de una de mis rutas predilectas. Incluso en ocasiones, daba rodeos por tal de ver aquel vergel.

¿Cómo podría conseguir aquella obra de arte?

Daba igual la estación del año, la hora del día, la huerta siempre era una alegría para los sentidos. Unas veces me atraían los almendros, perales o cerezos en flor, otras las higueras, el nogal o los mil colores otoñales de cada hoja del caqui, en ocasiones era el olor mañanero de la tomatera con su fruto rojo asomando entre hojas y tallos verdes, o las calabazas posando plácidamente en el suelo, como recién paridas por la tierra, los pimientos alargados, las acelgas blanquiverdes... Todo aquello junto formaba una composición maravillosa, con sus surcos rectos, con precisión milimétrica, dibujados sobre el suelo con extraordinaria belleza. Aquel campesino no sólo destacaba por el arte de cultivar la tierra; era un artista. Allí había creación, composición armónica de cultivos, de colores, de alturas, de volúmenes. Yo miraba admirado y me sentía poseído por una sensación de paz y tranquilidad que me calmaban el alma. ¿Cómo podría conseguir aquella obra de arte? Aquel agricultor tenía la tierra como un lienzo, la azadilla, azadón o almocafre como pinceles y los cultivos como colores vivos que distribuía sabia y armónicamente por el espacio. Con todo ello creaba un cuadro vivo, cambiante, para ser disfrutado por los cinco sentidos. Daba igual que que pusiera un cultivo nuevo, que hiciera otro surco más allá, que fuera invierno o verano. Aquel huerto siempre ejercía sobre mí un gran poder de atracción. En muchas ocasiones, cuando estaba ensimismado, me acordaba del paraíso que me pintaban en Loja los curas allá por principios de los sesenta del pasado siglo, cuando yo, además de niño, era monaguillo. ¿Sería éste, aquel paraíso de mi mente infantil? Si no era se le parecía mucho.

¡Amigo! ¡Tiene un huerto que es un paraíso terrenal!

Año tras año, admiré aquella maravilla. Lo curioso, resulta casi imposible, es que nunca coincidí con el autor de aquellos cultivos del arte, pero aun sin rostro ni figura, cuántas veces alabé a aquel agricultor anónimo, cuántas veces le di las gracias, cuántas veces me dije que tenía que conocerlo y compartir con él un rato de charla debajo de los frutales junto a un vinillo. ¿Le gustaría el mosto...? Pero siempre lo dejaba para otro día. ¡Seguro que lo vería la próxima vez que fuera de paseo por la zona! ¡Ahí!¡Trabajando ¡En plena labor...! ¡Buenas tardes, amigo, tiene un huerto que es un paraíso terrenal! ¡No es para tanto! ¿Cómo que no...? ¿Cómo lo consigue? ¡Me gusta la tierra! ¡Aquí soy feliz! ¡Aquí creo mi mundo! ¿Le importa que pase y charle con usted! ¡Claro que no! ¡Pasa que te voy a invitar a un mostillo que tengo ahí en la acequia...! ¡Uf, amigo, se ha perdido! ¡Me va a tener aquí todas las tardes...! Sí, seguro que la próxima vez lo veía y empezábamos a entablar amistad, allí sentados junto al ramal del Toro, con el sol poniéndose por Santa Fe y el mirlo entonando el canto del atardecer, con los gorriones recogiéndose y armando la de san Quintín para coger el mejor sitio de los árboles a resguardo de sus enemigos nocturnos.

Aquel vergel de vida estaba siendo colonizado por la palidez

No fue posible. Un mal día, después de más de un mes sin pasear por allí, me dio un vuelco el corazón, aquel vergel de vida estaba siendo colonizado por la palidez y sequedad del amarillo pajizo; la monotonía se adueñaba del lugar. Adiviné que mi agricultor anónimo, autor de aquella inmensa obra, o había muerto o había quedado impedido para siempre. ¿Y si era algo pasajero? Volví en dos ocasiones más y el color pajizo, más intenso aún, me convenció de que la huerta estaba abandonada. La tristeza y el pesar se apoderaron de mí, la esperanza desapareció. Durante mucho tiempo cambié de ruta o cuando pasaba, con un nudo en la garganta, miraba para otro lado, como queriendo esconder la realidad. No había duda, el agricultor creativo, autor de aquella estampa perfecta nunca iría más por allí. No pregunté a los vecinos, tampoco en el pueblo. Callé, nunca dije nada a nadie, hasta que han asomado estas palabras que me liberan de esa pena honda que me embargó. Hoy asimilé la pérdida de ese paraíso consolándome en que la vida es así, que a la vida sucede la muerte, que lo que sube, baja, que nada es eterno.... Y aunque nunca conocí a aquel artista, no sólo en el arte de cultivar la tierra, guardo un bello recuerdo de él. Nunca le vi el rostro, pero lo imagino viejito, sosteniéndose en la vida gracias a su relación con la tierra, con la azadilla más grande que él, con las mangas de camisa remangadas y el sombrero incrustado en la cabeza, haciendo surcos y guiando el agua a través de ellos para que las plantas nunca pasaran sed, mirando las plantas, hablándoles... Porque aquel campo, aquella estampa, aquel paraíso, como se demostró después, siempre necesitó de una persona con una mano maestra y una profunda relación con la tierra, enamorado de ella.

Descubrí otros muchos huertos hermosos

Hoy, liberada la vivencia, sacada de mis entrañas, me queda como gratísimo recuerdo las imágenes mentales (nunca le tomé una foto, entonces no utilizaba aún la cámara fotográfica). Ahora, cuando pase por allí no miraré para otro lado, sino que diré, aquí hubo un paraíso, porque un agricultor lo creó con su trabajo en complicidad con la tierra, el sol, el agua y la plantas. Mil gracias por haberme permitido disfrutarlo.

Poco a poco, a través de los años, descubrí otros muchos huertos hermosos, en Gabia, Alhendín, Cúllar Vega, Churriana, Purchil, Ambroz, Belicena, las Huertas, la Vega Sur en su conjunto, la Vega Oeste... Descubrí que el paisaje de la Vega lo forman miles de paisajes labrados con el trabajo de agricultores anónimos. Con su sello, su firma de autor, pero desconocidos, sin reconocimiento. Tendríamos que valorar mucho más esos lugares que cuajan en el alma, que dan alimentos y riqueza, que nos prestan servicios ambientales y de salud. Y conocer a sus autores, sus penas y alegrías, su relación con la tierra, porque sin ellos, claro está, no existiría la Vega.

Siempre que pase por allí, vivirá para mí

Después de escribir esto, sentí una gran necesidad de ir a Gabia, al huerto que bifurca el camino de Machuchón. Allí estaba, con los árboles podados, con hierbas, pero sin cultivos. Intenté recordar el huerto y me venían muchas imágenes, aunque ya no recordaba algunos de los árboles frutales que había allí. Sin pensarlo, busqué a José Conejero y a Manuel Izquierdo, que conocen muy bien Gabia. Éste último me informó ampliamente de todo cuanto le pregunté, de la acequia, de los caminos, del agricultor... Aquel artista y campesino que yo admiraba tendría unos setenta y tantos años cuando descubrí su vergel, pero años después la enfermedad de Alzheimer fue borrando su memoria y con ella los surcos y la vida de aquella huerta. Pepe, así se llamaba, murió hace unos años. Siempre que pase por allí, vivirá para mí.

Por Veguita de Graná

El Martes 23 de abril de 2013

Actualizado el 25 de abril de 2013