Paco Cáceres Santiago. Mis conversaciones con Antonio Hurtado Arquelladas
El desareno de una acequia es un lugar donde a ésta se le da pendiente para que al limpiarla arrastre toda la arena y fango acumulados. De ahí su nombre. En el desareno la profundidad del agua puede superar el metro de altura. Los niños de los años 50 y principios de los 60 del pasado siglo lo sabían bien y tenían el territorio como trabajo y disfrute. Lo hablaba con Antonio Hurtado “El Niñillo” allá por el mes de abril cuando juntos recorríamos la acequia de La Estrella. Ahora, verano, viene a cuento.
Vaya por delante; tiempos pasados no fueron mejores. También me lo recordaba El Niñillo cuando lo visité hace unos días. “Para mí el pasado no fue mejor; nuestra vivienda no reunía condiciones y vivíamos con muchas faltas. Hoy no, pero entonces…” No, no fue mejor, qué duda cabe. Pero existía una relación más intensa con el territorio que hoy, en parte, hemos perdido. Recupero un poco de esa relación con este artículo.
Antonio miraba la acequia de La Estrella y me soltaba; “Ésta y la del Jacín eran mis playas preferidas en verano. Aquí, en el desareno nos dábamos buenos chapuzones y nos refrescábamos”. “Cuántos os juntabais?”, le pregunto. “Pues entre 30 y 40 niños. Allí nos arremolinábamos y ¡a la acequia! Todos no nos metíamos, pero unos entraban y otros salían…” Le hago una pregunta estúpida dado que tengo edad como para saber la contestación. “¿Y las niñas se bañaban?” “¡Qué va! Eran otros tiempos, Paco”. “¿Bañador o calzoncillos?” Mientras caminamos por el paso de la acequia, Antonio se ríe; “En pelotas… Todos en pelotas”.
“Cuando nos juntábamos más niños era cuando desarenaban. Siempre había uno que corría la voz entre los chiquillos diciendo que habían limpiado la acequia. Al otro día nos juntábamos allí todos”. Yo, que soy de Loja, tierra de vega y acequias, sabía que los acequieros las vigilaban; “Antonio, ¿y os dejaban los acequieros…?”. “¡Qué va…! Cuando nos pillaba el acequiero, como castigo nos tiraba la ropa a la acequia…" Y todos buscando…” Y empezaba el “reparto”, “esos calzones son míos, dámelos…”
Quién le iba a decir a Antonio que muchos años después él iba a ser durante 18 años el acequiero del Jacín. “¿Cuántas veces has recorrido la acequia Antonio?” “¡Uf!, calcula, casi 20 años de acequiero y había veces que pasaba por aquí hasta cuatro veces. Muchas veces de noche. Me la conocía como la palma de la mano”.
Con mi corta vista, miro a Antonio mientras camina junto al agua que corre. Intento ver más allá de este tiempo, de cuando construyeron las acequias, de los acequieros que hubo durante siglos, de esta arteria que crea vida… Antonio es un eslabón; mira arriba, abajo, a los lados, acumula recuerdos y me va soltando algunos de ellos. “Allí había unos cerezos… ¡Qué cerezos! ¡Más allá había unas higueras que daban unos higos...! Por aquí había toda clase de animalillos, muchos han desaparecido desde que se puso lo de la estación de esquí…” Hace bastante tiempo Antonio, sentado junto al río Monachil nos decía; “Han desaparecido las culebras de agua, los gusanicos de la luz, los mejores cerezos del valle, las ranas… ¿Y por qué le llaman a eso progreso? ¿Progreso de qué…? Se comportan como si fueran la última generación que va a haber sobre la Tierra”
Antonio es memoria viva de la vega, de las acequias, del río… Hay otros Antonios, y mujeres, muchas mujeres que la sociedad patriarcal en la que vivimos invisibilizó e invisibiliza aún. Queremos dar voz a todos esos testimonios, pero es difícil. Quisimos poner en marcha “La Memoria del Territorio”, pero las mil faenas nos lo impidieron. Hay personas como Antonio Castillo, hidrogeólogo y muy comprometido con nuestros territorios que da vida a “Paisajes del agua” (www.paisajesdelagua.es), publicación bimensual que recoge historias del agua, testimonios llenos de ternura… Tendríamos que conseguir publicar algo similar en la Vega; esa “Memoria del Territorio” que consiguiera dejar documentos que reflejen nuestras relaciones con los lugares en los que vivimos. Porque como se suele decir; cuando una persona anciana muere sin haber transmitido sus conocimientos, sus experiencias, su vida; es como si un libro sin copia se quemara.