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Gallardo, el mulo lojeño que tuvo derecho a una jubilación digna

Antonio Valenzuela: “¿Qué persona sería yo si lo vendiera para el matadero?

Gallardo fue un mulo con una vejez muy distinta a la de otros muchos animales; tuvo un final digno, pastando libremente, con atención, cariño y techo. No corrieron la misma suerte los de su especie; los camiones con mulos hacinados camino de los mataderos era una estampa común en cualquier lugar; el maltrato animal estaba integrado en las costumbres de la época. Estas vivencias que hoy escribo ocurrían en mi Loja natal allá por los primeros años setenta del pasado siglo. Antonio Valenzuela, el dueño de Gallardo, justificaba ese final así; “este mulo lo dio todo mientras podía, ha trabajado duro para nosotros. Ha sido noble como él solo. Ahora que no tiene fuerzas se merece un descanso. ¿Qué persona sería yo si lo vendiera para el matadero?”

Aquel mulo tuvo una jubilación digna

Paco Cáceres Santiago

El mulo estaba pastando tranquilamente al lado de la era en la que me encontraba con Fermín Valenzuela. Si mi memoria no me falla sería una tarde de finales de primavera allá por los primeros años de los setenta del pasado siglo. Yo estaría por los 18 años más o menos. El hecho no tendría mayor importancia si no me hubiera llamado la atención un detalle; el mulo se movía con total libertad, suelto, comiendo hierba y, además, emanaba toda la tranquilidad y paz del mundo. Me interesé por él. “Anda suelto porque ya no trabaja, está ya viejo” me dijo mi amigo Fermín. “¿Y no lo vendéis?”. Fue Antonio Valenzuela, el padre de Fermín, que andaba cerca, el que comentó; “Este mulo lo dio todo mientras podía, ha trabajado duro para nosotros. Ha sido noble como él solo. Ahora que no tiene fuerzas se merece un descanso. ¿Qué persona sería yo si lo vendiera para el matadero?” Antonio se alejó. Sus palabras y forma de tratar al mulo me impactaron. Yo miré a Gallardo, así se llamaba el mulo, y entendí el sosiego y la paz que respiraba. Se había ganado una jubilación digna sin faltarle absolutamente de nada.

Después de todo lo que había trabajado, Antonio no lo podía mandar al matadero

Durante días no paré de darle vueltas a la cabeza sobre aquel hecho. Contrastaba con la imagen de los mulos hacinados en camiones, entre sus propios excrementos, sin comer, etc., camino de mataderos de distintos lugares. La gente solía decir con sorna; “pa salchichón” “A esos mulos les quedan días”. Los pobres intuían su final. Siempre se les veía tristes. A veces, cuando uno de estos camiones estaba parado, mientras el camionero tomaba café en El Puente, grupos de niños incordiaban a los mulos alterando a algunos de ellos, otros no tenían fuerza ni para molestarse. Yo sufría aquella situación y en alguna ocasión dije algo, pero los otros niños me miraban con aires de superioridad. En aquella época defender a los mulos era poco macho, no era de hombres. Aquella actitud mía la recordé años después, cuando leí “Platero y yo” por primera vez. Juan Ramón Jiménez pasó con su borriquillo junto a un muladar, donde un grupo de niños, entre gritos de entusiasmo, tiraba piedras a un mulo que agonizaba. “¡Dejadlo morir en paz!”, les dijo Juan Ramón, pero la súplica no tuvo éxito, “mis palabras fueron como una brisa en medio de un vendaval”. El escritor onubense no podía parar aquel festín. Por eso, la decisión de Antonio contrastaba con la realidad del trato que se les daba a los animales en aquella época. “El mulo nos lo dio todo…” Ese reconocimiento de Antonio era impropio del sentir general. Desde aquel entonces veía al padre de Fermín, hombre serio, como la gran persona que era.

Era la Loja de principios de los setenta del pasado siglo. foto tomada de www.todocoleccion.net

Yo tenía una estrecha relación con algunos miembros de la familia de los Valenzuela. Fermín, que murió hace unos años, fue un gran amigo mío en la adolescencia; con él sostenía horas y horas de charla. En aquella época era la persona con la que mejor me entendía. Los dos teníamos complicidades y la misma visión, ya antifranquista, de la realidad. Después seguimos diferentes caminos; él se marchó a Madrid para prepararse unas oposiciones y, más tarde, yo empecé mis estudios de magisterio en Granada. Recuerdo con cariño la nobleza de Fermín. Posteriormente conocí a Indalecio, su hermano, mayor que él, campesino sabio con el que tuve una buena relación y del que aprendí muchas cosas de naturaleza y de cuestiones filosóficas. Ana era la hermana de ambos, una luchadora en el mundo textil lojeño y promotora junto a Paqui Fuentes, fallecida ya, del movimiento cooperativo lojeño. Con ellas dos y con varios amigos formamos en la agonía del franquismo un grupo anticapitalista y asambleario en Loja que luchaba por la justicia, la democracia y la igualdad. Con Ana sigo estando en contacto y le tengo un gran aprecio por su incansable lucha. Cuando la veo siento que un pedazo de historia me recorre. Ella es la que me aportó algunos detalles sobre “Gallardo” que yo no recordaba.

Me recordó a Platero y yo; "era como una brisa en medio de un vendaval"

“Mi padre, me decía Ana, tenía una buena relación con todos los animales. Hablaba con ellos, como si se entendieran. Incluso a veces discutía con algunos”. Para alguien ajeno a este mundo puede sorprenderle, sin embargo, las personas que conocí que tenían ganado, solían hablar con los animales y tener mejores relaciones con unos que con otros. Es normal, también nos pasa en las relaciones personales. Recuerdo a un gran amigo del barrio, José Antonio, “Curro”, vaquero en su juventud y una gran persona. Era un líder que siempre tenía alrededor mucha gente. Su vaquería era un sitio de encuentro. Curro solía tener trifulcas con una de sus vacas; “Manuela”. “Es que es muy cabezona”, solía decir el Curro… ¡Ay! ¡Recuerdo! ¡Mi buena gente del barrio!, con ella viví una etapa posterior repleta de vivencias, sentimientos y también alguna que otra lucha. Tengo que escribir sobre ello. Son recuerdos que, al tiempo que te relajan y te envuelven, te ayudan a descubrir mejor quién eres.

¡Cuántas vivencias albergo de mi Loja!

Volvemos a Gallardo, el mulo lojeño que gozó de una jubilación digna y que le proporcionó paz y tranquilidad en sus últimos días. Nada le faltó; ni paja ni hierbas y tuvo atención, cariño y techo… ¿Qué más se podía pedir en aquel entonces?

En el último encuentro que tuve con Ana le pregunté; “¿cómo terminó Gallardo?”; Ana sació mi curiosidad. “Cuando murió lo enterramos en un balate cercano…” “lo enterramos”, acto familiar colectivo. Me imagino este adiós como el encuentro final de una noble relación; la de Gallardo, noble mulo que lo dio todo mientras tuvo fuerzas, con Antonio, que reconoció esa entrega de la mejor forma posible; dándole un final feliz.

Gallardo, el mulo lojeño que tuvo derecho a una jubilación digna. Un gran ejemplo. Para los tiempos que corrían todo un acto de valentía y generosidad.

Por Veguita de Graná

El Jueves 12 de abril de 2018

Actualizado el 13 de abril de 2018