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Cuando nos robaron las calles

Paco Cáceres. Coordinador de Correos de la Vega

La calle, el barrio vividos como una estancia más de la casa donde se encontraban los niños para jugar. Después llegaron los coches y la expulsión del ser humano de espacios que antes disfrutaba.

Dedicado a Juan Raya, buen amigo con el que acostumbro a parir y compartir reflexiones como éstas.

Paco Cáceres. Coordinador de Correos de la Vega. Diciembre 2010

La calle, una estancia más de la pequeña vivienda de protección oficial en la que vivía, era como el patio común de todos los niños que vivíamos en ella. Recuerdo que si hacías un hoyuelo para jugar a los platicos o una cabaña con cañas o palos podían permanecer allí semanas, meses. Sólo el deterioro por el uso o el paso del tiempo inutilizaba nuestras obras. La calle nos pertenecía y le cambiábamos el ropaje a cada momento según las actividades que quisiéramos desarrollar; lo mismo era zona para el pilla-pilla que espacio para jugar a trapos, la rayuela, el corro o bien campo de fútbol. También para charlar, reír o simplemente estar. La calle tenía nuestras señas, nuestro toque e imaginación. Cambiaba con nuestros juegos o con las estaciones, pero siempre estábamos nosotros detrás de esos cambios. Al mismo tiempo ella nos daba identidad, en cada rincón, a cada paso te sentías retratado o sentías retratados a los demás. La calle era espacio físico y humano, todo junto, revuelto. Nuestra relación con la calle era similar a la del artista que se siente en su obra. No había escrituras, ni intervenía el registro de propiedad, pero la calle era nuestra y nosotros de ella. Los dos nos necesitábamos.

En la calle juntábamos el día y la noche. Sólo la llamada de nuestra madre nos sacaba de la magia colectiva y nos transmitía la triste realidad de que el día había tocado a su fin. Aún recuerdo a mi madre llamándome, mi cabeza levantada de pronto y la pena que me recorría al ver que el Sol daba las últimas bocanadas.

La verdad es que nuestro territorio era un poco más amplio; abarcaba hasta donde llegaban nuestros pasos; el barrio. Es verdad que existía un consenso con nuestros padres, que no siempre respetábamos, de no alejarnos demasiado, y también es verdad que los límites se marcaban allí donde habitaba una pandilla de otras calles dispuesta a defender su espacio con uñas, dientes y piedras de cualquier invasión exterior. ¿Éramos como animales que marcaban su territorio? Posiblemente.

Después vino el progreso y un mensaje colonizó nuestras mentes; la calle pertenece al coche. Y de ser una estancia colectiva más de todos pasó a ser un sitio de paso que nos conducía a nuestras viviendas. Y asomó el miedo, la inseguridad, el olvido, el individualismo. Eso sí, nos permitieron tener castillos unifamiliares con una gran antena de televisión y un pequeño patio donde nosotros, ya padres, permitíamos a nuestros hijos que invitaran a algún amigo, no demasiados. En alguna ocasión incluso los llevábamos a unos espacios cerrados, el parque, que se crearon en puntos de la ciudad para que los niños pudieran jugar.

Cambiaron otras cosas; junto a la escuela nacieron las actividades extraescolares, un invento que necesitaban nuestros hijos para poder tener una buena formación que los hiciera competitivos con los hijos de los demás. Lo individual era la única forma de subsistir, el yo frente a los otros yo que a su vez competían entre sí. Fue así como nos despojaron del lugar, del territorio, de nuestra mejor memoria de niños.

Ahora en un golpe de memoria y de luz me percato de que casi sin darnos cuenta la calle dejó de pertenecernos para siempre, pasando de ser un sitio de juegos y vida colectiva a un lugar de paso.

Es verdad que en la calle estaba el grandullón, el bravucón, el de la mala leche, pero también es verdad que aprendimos a convivir con los peligros sin que nuestra vida se viera alterada.

No, no soy de la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor; en las calles de mi niñez, aquellas y éstos teníamos muchas carencias, muchas necesidades, contraíamos más enfermedades, aunque también nos hacíamos inmunes a otras. No, cualquier tiempo pasado tuvo sus cosas buenas y malas, como en éste. Pero no puedo evitar pensar, y lo refuerzo con el tiempo, que perdimos demasiado para ganar no sé cuánto, que vendimos el ser por el tener, que nos desprendimos de lo intangible para poseer lo que se toca, abulta demasiado y pueden ver los demás. Hoy día creo firmemente, y miro para mis adentros, que riqueza no es lo que tenemos actualmente, fue lo que perdimos en aquellos espacios comunes donde nos encontrábamos de niños y que hoy ocupan las terrazas y los coches.

Fue un robo donde no sólo nos quitaron las calles, también lo colectivo, la comunicación, el encuentro, la imaginación y el apego a la tierra, al lugar que pisábamos todos los días. Sí, hemos avanzado, con google podemos ver hasta el último rincón del planeta, eso es bueno, pero ignoramos cómo es y que sucede en nuestros barrios, nuestros ríos, barrancos y lugares.

Por Correos de la Vega

El Sábado 24 de septiembre de 2011

Actualizado el 24 de septiembre de 2011