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¡Ya están las almecinas negras! ¡Preparad los canutos!

Paco Cácres. Coordinador de Correos de la Vega

Cuando las almecinas se ponían negras adquirían un sabor dulzón que nos gustaba a los niños. Con ello empezaba el rito, nos subíamos a los almeces, nos llenábamos los bolsillos, preparábamos los canutos y empezaban las guerras.

Almecino en Dúdar

Paco Cáceres. Coordinador de Correos dela Vega

Texto y fotos salvo majoletas y canutos
Para conectar con el autor (pcasant@telefonica.net)

Mi tiempo lo medían los elementos del territorio. En otoño cuando las aalmecinas están negras, comenzaba mi peregrinar por la geografía del almez buscando su dulce fruto. De mozalbete, octubre me decía que había que andar pendiente de la maduración de las almecinas, como el agricultor lo está de sus cultivos. Era una tarea compartida con otros muchos adolescentes. Con la almecina madura, a veces íbamos pandillas enteras y nos encaramábamos a los almeces para llenarnos los bolsillos de estos frutos. Después, siempre era el mismo rito, nos acercábamos a algún cañaveral y cortábamos cañas para hacer canutos, el arma ideal para lanzar los huesos. No sé cómo fue mi iniciación, en aquellos tiempos entrabas en las costumbres sin darte cuenta.

Majoletas y canutos. Foto tomada de http://www.javinavarro.es/blog

Poco a poco, año a año ibas construyendo el mapa de los almeces dentro del territorio que dominábamos. A veces incluso nos aventurábamos a recorrer ocho o diez kilómetros para encontrar esos árboles Gemil abajo. Esos descubrimientos los solíamos guardar en secreto como si de un tesoro se tratara. Si acaso se lo comunicábamos a algún amigo, eso sí, con la promesa de guardar silencio.

Recuerdo que todo venía seguido; acababa el verano, primero maduraban las majoletas, que también cogíamos con canuto incluido, y semanas después las almecinas. Éstas me gustaron siempre más que aquellas. La primera lección de majoletas que los novatos aprendíamos de los expertos era la misma; “tened cuidado y no las confundáis con los tapaculos (escaramujo), porque sí os los coméis estáis tres o cuatro días sin cagar”. Al tiempo que cogíamos las majoletas empezábamos a ojear los almeces, las bolitas (frutos) estaban primero verdes, después amarillas, empezaban a salirle pintas negras y por último todo el fruto se ponía negro. Era el pistoletazo de salida para subirnos a los árboles y llenarnos los bolsillos de sus frutos.

No eran sólo las majoletas y las almecinas, era todo fruto que nos podíamos llevar a la boca; las moras de la zarzamora o de las moreras, las bellotas, los higos, los espárragos, las collejas... Bueno, no mentiré, también los frutos de las huertas bajas que había junto a la Vega del Genil en Loja. Pero bueno, aquí corríamos más peligro. Si nos pillaba el guarda apañados íbamos. Aparte de los frutos había niños que además hacían un seguimiento de los nidos de todo tipo; incluso el primero que los veía le hacía una modalidad de registro verbal de propiedad; “Tengo un nido...” Ese registro no era válido si un grandullón daba con el árbol que albergaba el nido.

Escaramujo. El llamado tapaculos. Dúdar

Esas relaciones con la naturaleza y con los otros niños nos daban conocimiento e identidad con el territorio; sabías dónde estaba cada elemento de éste porque ya no sólo eran los árboles, los frutos o los nidos; eran las fuentes o manantiales donde podías beber agua, eran las grandes piedras debajo de las encinas donde podías descansar en grupo y charlar y reírte un rato, eran las cuevas donde poníamos a prueba nuestros miedos, los sitios donde podías bañarte, incluso los lugares más escondidos del río donde podías hacer tus necesidades; en los años 60 del pasado siglo todavía había muchas casas que no tenían servicios y había que guardar ganas para hacerlo donde podíamos. En fin era todo tu entorno. Y tus amigos en él, socializando experiencias y junto a ello los relatos de fantasmas, de tíos mantequeros, de fenómenos extraños... Y como la sangre a esas edades hierve más de la cuenta, también hablábamos de sexo. Normal.

Esto de las rutas de los almeces o los majoletos no era una práctica al alcance de todos los niños; los había que no los dejaban los padres, sobre todo los de familias más ricas. Eso sí, podían comerlas como nosotros; los sábados y domingos Colorines padre y otros cuyo nombre no recuerdo se recorrían las calles de Loja con el canasto cogido y lleno de majoletas, almecinas, avellanas e incluso canutos. Malvivían de eso. Por una perra gorda (la décima parte de una peseta) o una chica (la mitad de una gorda) el vendedor te hacía un cartucho de papel y metía dentro un buen puñado, también el canuto, que no recuerdo si era un regalo de la casa.

Almez en el paseo del Genil, cruzando el puente hacia Cenes

Cuando los bolsillos estaban llenos y el canuto preparado volvíamos al pueblo y declarábamos las guerras del canuto; hueso va, hueso viene. Todos contra todos. No había peligro porque el hueso era muy chico. La primera lucha de clases que yo viví fue precisamente con las almecinas, fuimos al cine, lógicamente a gallinero (la zona de arriba) porque era más barato. Abajo estaba lo que se llamaba el patio de butacas, cuya entrada costaba más. Algunos disparaban con su canuto desde gallinero a los de abajo. Un día un mayor le afeó la conducta a un niño y éste respondió; “abajo están los ricos”. Esos guerrilleros de la almecina acababan muchas veces en la calle porque ante las quejas de las personas del patio de butacas el portero solía subir y ponía de patitas en la calle a los que pillaba in fraganti.

Muchos años después, ya ejerciendo como maestro, recuerdo que en El Coronil (Sevilla) echaba de menos los almeces, pero estando de concejal de medio ambiente(mi única experiencia en cargo político) sembramos muchos cientos de árboles y entre ellos hubo decenas de almeces. Algunos de ellos en el recinto escolar. Recuerdo que cuando estaban los frutos maduros los cogía delante de los niños para transmitir algo de lo vivido. Pero no era lo mismo. Lo nuestro era un estilo de vida, un tiempo de escasez en el que el entorno nos aportaba lo que tenía y nosotros lo aprovechábamos. Pero aquellos niños de El Coronil, y de todos los sitios, tenían chucherías por todas partes y una sola de ellas tenía más chicha que un buen puñado de almecinas. No podemos pretender que lo que vivimos en una época se viva de forma mimética en otra distinta.

Almez en Bola de Oro. Granada

Pero yo si arrastro esas vivencias conmigo. Todavía hoy me gusta hacer un censo de los árboles que me rodean, de las fuentes, los manantiales, los sitios donde anidan los abejarucos, dónde puedo escuchar al ruiseñor, un rincón con una piedra donde sentarse... Y cómo no, dónde están los almeces. Ya estos días atrás estuve cogiendo almecinas en la Bola de Oro, algunos sitios del Genil, en distintos puntos de Granada... No me puedo resistir ante un almez. Hace pocos años, en Gabia Chica me vino el impulso y me subí a uno; me costó trabajo, pero me encaramé hasta él. Me lo pedía el cuerpo... y el alma. Pero cuando estaba arriba me entró el vértigo de lo correcto; ¿y si pasa alguien y me ve? ¡Dirán que estoy loco! ¡A mi edad!...! Puedo decirles; ¡Oiga! ¡No me he subido yo! ¡Ha sido mi adolescencia! ¡Ella me empujó! ¡Era una necesidad...! La gente me miraría pensando; “está peor de lo que creíamos...” O tal vez no, ¿y si uno dijera, “mientras las coges nosotros vamos al cañaveral a hacer unos canutos” “¿Hace una guerra de huesos? ¿Vemos quién los lanza más lejos...? ¿Y si me guiñaran el ojo de forma cómplice...? Al final pudo eso que tenemos dentro que nos impide ser como somos y cogí un puñado y me bajé rápido antes de que pasara por allí alguien. Pero sí, los recuerdos, las vivencias tienen fuerza para hacernos encaramarnos al almez y a las más altas cumbres.

El almez de octubre, de noviembre, el de las bolitas negras y dulzonas, el de las guerras de los canutos, el que llenó nuestra niñez y adolescencia. Ese no se puede borrar de mí, forma parte del territorio de mi alma.

Por Correos de la Vega

El Jueves 10 de noviembre de 2011

Actualizado el 10 de noviembre de 2011