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Relatos veraniegos

Un alcalde tontorrón

Mientras todos los pueblos de alrededor crecían y crecían, construían y construían, hacían carreteras y más carreteras, el alcalde de aquel pueblo se negaba a destruir lugares que decía que daban identidad a sus habitantes. Por eso, desde todas las administraciones decían que era un alcalde tontorrón.

Paco Cáceres

Antonio Pereira era el alcalde más tonto que había en muchos kilómetros a la redonda. Lo decían todas las autoridades comarcales, provinciales, autonómicas e incluso estatales. Unos decían que había una pequeña rama de los Pereira en la localidad de Padrón que estaban un poco tocados, y como su tatarabuelo procedía de aquella localidad cabía suponer que era uno de los afectados. Otros sin embargo aseguraban que era un hombre apropiado para la prehistoria, para la Edad Antigua como mucho, pero no para la época en la que vivimos. Sea como sea, Antonio Pereira era un alcalde tontorrón.

¿Y en qué se basaban para hacer semejante afirmación? Sencillo, muy sencillo, las puertas del progreso se le abrían a su pueblo y él siempre las cerraba, si se le ofrecía desarrollo, él no lo quería. Así, mientras todos los pueblos iban por la senda de la prosperidad, él y su municipio quedaban estancados y estando a la cola de todas las estadísticas que elaboraban los organismos económicos.

Como no quiero que penséis que era una leyenda falsa que se había creado por animadversión hacia este personaje, os voy a contar algunas cosas que pasaron en su pueblo.

Cuando todas las carreteras se habían convertido en autovías y circunvalaciones que como anillos rodeaban a todos los pueblos, perdón, ciudades. Su pueblo permanecía con una carretera comarcal que desentonaba con el entorno. Cuentan que cuando iban a verlo técnicos y autoridades para proponerle la construcción de una buena carretera que los uniera a su entorno, Antonio Pereira los invitó a ver sobre el terreno por dónde transcurriría la carretera. En el paraje conocido como Pago del Viernes, uno de los técnicos le señaló por donde iría el trazado. Ahí Antonio empezó a poner pegas. “Por allí no puede pasar”. “¿Por qué?” preguntaron extrañados los oyentes. “Sencillo, muy sencillo, allí está el nogal de la paz; el del Alejandro. Allí mucha gente del pueblo tiene la costumbre de sentarse a su sombra para hablar de sus cosas, echarse una manita de cartas y disfrutar. Comprenderán ustedes que es imposible”. Técnicos y autoridades se miraban unos a otros no dando crédito a lo que acababan de escuchar. Uno de los visitantes se atrevió a señarlar otro lugar; El Alcalde meneó la cabeza negando. “Tampoco podría ir por ese sitio que ha señalado. Pasa por encima de la acequia Almoraima, y en esa acequia, que está ahí desde siempre, nos bañábamos de niños, cogíamos ranas, nos sentábamos al fresco… Comprenderá que ahí está nuestro espíritu de niños, por tanto, no la vamos a destrozar”. No sabían si reír o llorar. Los visitantes aturdidos por la conversación decidieron hacer un último esfuerzo para ver si convencían a aquel ceporro. “Bueno; ¿y qué alternativa da usted, Alcalde?” “Pues miren quizás podría echarse por el barranco de las ratas. Allí no tenemos historias ni vivencias, aunque nos daría pena porque es parte nuestra, pero bueno, como hay que avanzar, pues le ofrecemos aquello…” “Y dónde queda eso, señálemelo en el plano”. Cuando Antonio le señaló el lugar la extrañeza fue mayúscula, “pero si eso queda alejado del pueblo y no sirve para unir carreteras, autovías, viales, anillos...” “¡Ah! ¡Pues lo siento! Es lo único que le podemos ofrecer”

En muchas ocasiones lo visitaron también constructores con la buena intención de dinamizar la economía local y meterle buenos dineros para hacer macro proyectos que dotaran al pueblo de toda clase de infraestructuras y servicios. Quedaba claro que a los constructores les dolía aquel atraso y les asomó el ramalazo altruista. Por eso, un día, una representación del gremio de éstos fueron a ver al alcalde en un último intento por hacerle entrar en razones. En una mano llevaban los proyectos urbanísticos y en otra los cheques. Todo fuera por el pueblo. Pero fue inútil. Todos los parajes más bellos y atractivos tenían una historia, una reliquia, una excusa para que el ceporro dijera que no se construía en aquel lugar. Al final vieron uno que podría ser ideal, apartado, sin ninguna característica especial, con un camino repleto de hierbas y cuatro árboles esparcidos.

  Allí, allí sí que podemos llegar a un acuerdo Sr. Alcalde, aquello no tiene ningún valor ecológico, productivo y creo que tampoco lo tendrá sentimental –dijo el representante de los constructores-.
  ¿Dónde?
  Allí, junto a aquel camino donde se ven cuatro o cinco árboles
  ¿Quéeeee? ¡Este tío está chalao perdío! ¡Pues no quiere echarnos a perder el beso! –Dicho esto, el alcalde salió echando pestes, relatando en voz alta y dejando plantados a tan insigne visita.
  ¿Pero qué he dicho yo? –Dijo el constructor.

El secretario, que presenciaba la escena dijo con voz calmada
  Acaba usted de meter la pata
  ¿Yo? ¿Por qué?
  Porque ese es el Camino del Beso. Desde tiempos inmemoriales tienen costumbre los enamorados del pueblo de darse por ahí el primer beso... y Pereira... ¡Pereira también se estrenó ahí!. ¡Ese paseo y la iglesia son los lugares más sagrados del municipio! ¿Cómo pensar en enterrar entre cemento y hormigón todos los besos del pueblo?

Ni qué decir tiene que la comitiva salió del lugar y nunca más nadie intentó hacer progresar el pueblo aquel, lo malo es que la mayoría de los lugareños eran tan ceporros como el ceporro de su alcalde y legislatura tras legislatura le daban la mayoría absoluta. En círculos políticos muy bien preparados se solía escuchar con frecuencia el siguiente comentario al referirse al dichoso pueblo; “La democracia a veces falla; habría que aprobar leyes claras que pudieran corregir estas anomalías”.

Por Correos de la Vega

El Lunes 26 de julio de 2010

Actualizado el 26 de julio de 2010